Sara Hlupekile Longwe

Este artículo examina cómo, con intervenciones sociales adecuadas, el proceso migratorio puede ofrecer a las mujeres inmigrantes la oportunidad de incrementar su fortalecimiento personal y de acceder de manera igualitaria a sus derechos humanos. Para examinar esta cuestión más de cerca, el artículo concentra la mirada en mujeres congoleñas que están en un campamento de refugiados en Zambia, prestando particular atención a los problemas relacionados con la seguridad personal y con el control y distribución de alimentos e ingresos familiares. Este pequeño ejemplo de un campamento de refugiados puede resultar relevante para los derechos de las mujeres en todas las comunidades de inmigrantes. Sarah Longwe es una antigua directora de la Red de Comunicación y Desarrollo de Mujeres (Women‘s Development and Communication Network – FEMNET) en Lusaka, Zambia.  

Educación para el empoderamiento de la mujer: el ejemplo de un campo de refugiados en Zambia

Introducción

En diversos grados, y en todas las regiones del mundo, las mujeres son educadas para aceptar un estatus de subordinación en la sociedad. La condición masculina de cabeza de familia se refleja en el ámbito político, que está dominado por hombres. La división del trabajo en función del género es injusta, pues las mujeres realizan la mayor parte de las tareas, mientras que los hombres reciben el grueso de las retribuciones. Las mujeres no pueden ejercer sus derechos humanos tan plenamente como los hombres debido a la discriminación por razón de género implícita en las costumbres sociales, en las prácticas administrativas del sector público, y a veces incluso en la legislación.

El feminismo surge como resultado del proceso de empoderamiento de las mujeres, gracias al cual ellas adquieren conciencia de su subordinación y se comprometen a realizar esfuerzos tendientes alcanzar la igualdad entre los géneros. No es fácil que las mujeres se percaten de su situación de dependencia, porque han sido educadas para creer que su papel en las relaciones de género es normal y natural, algo propio del mundo en que les ha tocado vivir, e incluso un designio divino. Producto de esa socialización irreflexiva y no cuestionada, la generalidad de las mujeres tiende a aceptar, e incluso a favorecer, su propia subordinación.

Por este motivo, los casos de discriminación por razones de género son más fáciles de reconocer cuando nos integramos a otra cultura. O bien, dentro de una determinada cultura resulta más fácil distinguir ese tipo de discriminación cuando se produce un choque cultural a raíz de un trastorno social que modifica el patrón de las relaciones de género.

Esa alteración de las relaciones de género es un fenómeno particularmente previsible al interior de una comunidad migrante que debe enfrentarse a una nueve cultura, lo cual supone entablar nuevas relaciones sociales y de producción. Esta circunstancia puede provocar la indignación de las mujeres si su condición empeora progresivamente, o puede causar disgusto entre los hombres si ellas logran mejorar su status.

En este trabajo tomamos como ejemplo el caso de las mujeres que viven en un campo de refugiados llamado Mwaba, en el Norte de Zambia, donde muchos miembros de la tribu lububa han cruzado la frontera desde el Congo escapando de las luchas mutuamente destructivas entre milicias de diversos caudillos.1 Observamos cómo la migración ha favorecido una creciente subordinación de las mujeres, pero al mismo tiempo les ha abierto nuevas perspectivas para recibir educación y así adquirir un mayor grado de empoderamiento.

Relaciones de género en el país de origen

Al analizar las relaciones de género tradicionales del pueblo Lububa en el Congo, su país de origen, primero que nada debemos prestar atención a la división del trabajo en función del género en la producción, distribución y control de los alimentos. En este caso, el patrón de las relaciones de género puede resumirse muy brevemente, y es característico de las regiones central y meridional de África. En lo que concierne a las relaciones de género, nos preocupamos especialmente de la división del trabajo en función del género.

La esposa es tradicionalmente responsable de todos los quehaceres domésticos, que no solo incluyen la labor de cocinar, sino también de producir alimentos de subsistencia, como verduras, cacahuetes, pollos y mandioca. El esposo, que puede ser polígamo, suministra alimentos que provienen de la caza y la pesca, y en algunos casos contribuye con dinero efectivo derivado del comercio. Él también se encarga de vender cualquier cultivo comercial, incluso si su esposa y sus hijos han aportado la mayor parte del trabajo necesario para producirlo.

El esposo es el jefe de hogar, y en esa calidad a él le corresponde adoptar las decisiones económicas familiares. Cualquier excedente, que se vende en dinero efectivo, está controlado por el esposo. Si acude a un mercado cercano para vender carne de caza o mandio-

He cambiado el nombre del campo de refugiados en Zambia, como también el nombre de la tribu congolesa, de modo que la situación que describo no pueda ser interpretada como una crítica a los diversos organismos responsables de administrar el campo. Si se percibe alguna crítica implícita, ella no está dentro de los objetivos de este trabajo. Me enteré de la situación en el campo mientras trabajé contratada como consultora para prestar asesoramiento sobre la manera en que los administradores del campo podrían percibir y abordar más eficazmente problemas relativos al género.

ca, es él quien decide en qué se ocupará el dinero. Puede comprar implementos agrícolas. O puede gastárselo en cerveza y mujeres. Incluso puede regresar al hogar con una esposa adicional que puede «comprar» con la lobola (bienes o dinero que aporta el esposo a la familia de la novia).

En resumen, en la sociedad patriarcal de los Lububa la mujer se encuentra muy subyugada en el plano sexual, como también en el social y el económico. A pesar de todo, sí goza de cierto grado de independencia económica al interior del hogar. Ella administra la economía doméstica de subsistencia, es responsable de nutrir a la familia, y se encarga de distribuir los alimentos entre sus miembros. La esfera de influencia de una esposa es su cocina y sus ollas, y ni siquiera el más dominante de los maridos puede inmiscuirse en ese ámbito.

Allí donde un hombre posee varias esposas, cada una de las cuales cuenta con su propia vivienda y una pequeña granja, todas ellas, y en especial la más antigua, pueden incluso acceder a un mayor grado de independencia económica. Dentro del marco de un sistema patriarcal, la mujer puede hasta llegar a controlar, o al menos manipular, en cierta medida a un marido potencialmente díscolo.

El patrón de las relaciones de género en el país anfitrión

En otras partes del mundo resulta más común que ciertos grupos emigren a una sociedad anfitriona donde las relaciones de género son muy distintas, a menudo más equitativas. En tales circunstancias se genera un clima de tensión cuando se debate en torno a la posibilidad de que una «cultura de ghetto» de la sociedad originaria mantenga los patrones tradicionales de sumisión femenina, incluso si en la sociedad anfitriona circundante la mujer goza de una condición social y jurídica distinta o superior.

Sin embargo, el ejemplo de los Lububa resulta particularmente pertinente y sugestivo porque el patrón de relaciones de género al norte de la frontera, en el Congo, es muy similar al observado al sur de la misma, en Zambia, donde se encuentra establecido el campo de refugiados de Mwaba.

En el campo de refugiados de Zambia, el aumento de la tensión en las relaciones de género no ha sido impuesto por las diferentes tradiciones de la sociedad anfitriona, ni por la discriminación de una sociedad anfitriona hostil hacia los inmigrantes. Antes bien, este fenómeno obedece a dos factores: en primer lugar, el hecho de que los lububa tengan que habitar dentro de un recinto bastante urbanizado, en comparación con la vida que llevaban en la selva del Congo; en segundo lugar, el hecho de que ahora su nutrición dependa de limosnas entregadas por el Programa Mundial de Alimentos (PMA), en lugar de procurarse su propio sustento mediante la caza, la pesca y la agricultura de subsistencia en pequeña escala.

Fuente: dgvn Informationsdienst Bevölkerung und Entwicklung Nr. 61, November 2006, p. 2

Cómo cambiaron las relaciones de género tras la migración

El motivo oculto tras la alteración de las relaciones de género en el campo de refugiados de Mwaba es que las mujeres perdieron su condición de productoras de alimentos de subsistencia. En lugar de ello, han pasado a depender de donaciones de caridad: una ración semanal por familia de sal, aceite para cocinar, frijoles y granos de maíz. Como ahora la esposa depende de las raciones entregadas por el PMA, ha perdido control sobre su marido y se ha vuelto más subordinada y dependiente de él.

El mayor sometimiento de la mujer se ha manifestado de diversas maneras. A primera vista, al parecer obedece principalmente a una decisión adoptada por la administración del campo, en cuanto a que las raciones de alimentos debían ser recibidas por el jefe de hogar, es decir por el esposo (excepto si se trataba de viudas y madres solteras, quienes eran consideradas cabezas de familia). Esta decisión se explica no sólo por la orientación patriarcal de los funcionarios occidentales que adoptan las principales decisiones relativas a la administración de los campos, sino además porque ellos no comprenden cabalmente la función que le corresponde a un jefe de hogar lububa. Y ahora, de golpe, el esposo asumía el control sobre todos los alimentos. Podía decidir cómo distribuir los alimentos entre sus diversas esposas, y cómo había que repartirlos al interior de la familia. De la noche a la mañana habían destruido el «espacio de las ollas», que era el ámbito propio de la esposa.

Con todo, existe una complicación aun mayor. Las raciones no sólo proporcionan alimentos de subsistencia, sino que también incluyen un excedente que puede ser vendido a precio de liquidación en la comunidad zambiana circundante, para así abastecerse de otros productos esenciales como azúcar, jabón y vestuario. Asimismo, buena parte de los granos de maíz tiene que ser vendida o trocada a fin de proveer a los lububa de mandioca, que es su alimento básico habitual. No obstante, aun cuando la venta de los excedentes de alimentos era tradicionalmente incumbencia del esposo, en esta nueva situación ya no existe una clara distinción entre los alimentos de subsistencia y los excedentes. En la medida en que exista una distinción, es el marido quien decide cuál es cuál. Esta falta de una clara línea divisoria entre alimentos de subsistencia y excedentes significa, en la práctica, que un marido inescrupuloso se encuentra ahora en condiciones de vender toda la ración de alimentos, y el dinero obtenido a cambio lo puede malgastar en cerveza, artículos suntuarios y mujeres, mientras deja que su familia mendigue o padezca hambre.

Al percatarse de este trastorno en las relaciones de género, del consiguiente aumento de la sumisión femenina, y por tanto de la progresiva inseguridad alimentaria de mujeres y niños, los administradores de los campos modificaron las normas. En lo sucesivo, las raciones de alimentos serían recibidas por las mujeres, quienes reemplazaron a los hombres como depositarias de las tarjetas de racionamiento alimentario. Así todo, esa medida no contribuyó mayormente a aumentar el control de las mujeres, pues no consiguió modificar el problema subyacente, en cuanto a que la borrosa línea divisoria entre alimentos de subsistencia y excedentes ya no tenía que ver con las distintas esferas de control de género, ni con los diferentes ámbitos de producción de alimentos. Independientemente de quién recibiera los alimentos, el esposo seguía conservando una posición influyente que le permitía decidir cuál era la línea divisoria, y liquidar los excedentes. Así pues, podía coger un saco de sal de la alacena diciendo que le pertenecía, y venderlo para comprarse cerveza.

Por añadidura, la entrega de tarjetas de racionamiento a las mujeres supuso un aumento de la carga de trabajo que se echaban al hombro, pues ahora tenían que ir a recibir los alimentos, que en algunos casos era necesario acarrear recorriendo distancias de hasta 3 kilómetros. Al acudir a buscar los alimentos, las mujeres también corrían el riesgo de sufrir agresiones, de que les robaran la carga, e incluso de ser violadas.

En estas nuevas circunstancias advertimos de qué manera el trastorno en las relaciones de género, producto de las modificaciones en el sistema de suministro y distribución de alimentos, ha contribuido a inclinar la balanza del poder en favor de los hombres y en desmedro de las mujeres. En principio, en una situación de crisis como la referida, la balanza podría haberse inclinado hacia cualquiera de ambas direcciones. Sin embargo, en una sociedad con tradición patriarcal como esta los hombres se encontraban en una posición influyente que les permitía sacar ventaja de cualquier vacío de poder, y asegurarse de que los privilegios masculinos se extendieran rápidamente para llenar ese vacío.

¿De qué manera pudieron las mujeres haber aprovechado mejor esa situación? ¿Tal vez pudieron haber mantenido su control tradicional sobre las ollas? ¿Acaso pudieron haberse valido del trastorno causado por la migración para adquirir control sobre los excedentes alimentarios y el ingreso en efectivo? Habiendo sido derrotadas en un comienzo, ¿pueden ahora tomar el desquite y organizarse para restablecer el equilibrio de fuerzas? Estos son los interrogantes que nos planteamos ahora al analizar más detalladamente la educación femenina, sea para la subordinación, sea para el empoderamiento.

Educación conservadora para la subordinación de la mujer

En este contexto, al hablar de educación no nos referimos a la escolarización. El nivel de escolarización formal de las mujeres lububa es muy escaso, incluso menor que el de los hombres. Las pocas mujeres que alguna vez fueron inscritas en escuelas primarias estatales o de misioneros, abandonaron tempranamente los estudios antes de completar el cuarto grado. La causas de deserción más comunes eran que ya estaban embarazadas o que habían sido vendidas como esposas en matrimonios arreglados. Por cierto que unas cuantas niñas lograron terminar su enseñanza primaria y continuaron sus estudios secundarios, pero nunca regresaron a vivir en la aldea. Habían sido educadas para adaptarse a la vida de las ciudades, a donde se dirigieron en busca de empleo, y tal vez de un marido adinerado.

De cualquier modo, la escuela no impartía una educación que fomentara la igualdad entre los géneros, ni ofrecía un entorno donde las mujeres tuvieran los mismos derechos que los hombres. Por el contrario, las relaciones de género en la escuela eran un reflejo de las que prevalecían en la aldea, pues en las clases de matemáticas y ciencias se daba preferencia a los niños, y en los establecimientos de enseñanza mixta ellos tenían poder sobre las niñas, en tanto que las maestras estaban subordinadas a sus colegas varones, etc. Así como el hombre era el jefe del hogar, el director era el jefe de la escuela. Las relaciones de género en el hogar se reflejan fielmente en las relaciones de género en la escuela.

Con todo, la educación para fomentar las relaciones de género tradicionales, es decir las formas localmente aceptadas de sumisión de la mujer, era mayormente tarea de la familia, de las danzas y ceremonias tradicionales, e incluso de la iglesia cristiana.

Coro multicultural «Colors of Cologne» durante la conferencia
Fuente: Hans Pollinger

La educación de la mujer para aceptar su subordinación constituía un aspecto implícito e indiscutible en todas las dimensiones de la vida cotidiana. Al igual que todos los demás ámbitos de la doctrina conservadora, la educación implica socializar a las personas para que acepten las costumbres, las creencias y las normas establecidas. La subordinación de la mujer fue, en consecuencia, un componente incuestionable del proceso de socialización hacia la adultez. La socialización conservadora sirvió para reproducir el patrón histórico e imperante en las relaciones de género, como también para favorecer la reproducción intergeneracional de todas las relaciones sociales y productivas.

Educación radical para el empoderamiento femenino

Las tradiciones de la educación conservadora se ven particularmente alteradas cuando existe un alto grado de perturbación social. Tal como la educación conservadora contribuye a reproducir una sociedad estática, la educación radical ha sido concebida pensando en una sociedad en proceso de cambio, e incluso como un mecanismo para modificar la sociedad. El objetivo de la educación radical es producir una nueva generación que sea distinta a la precedente, e incluso mejor que ésta. De igual manera, su finalidad es cuestionar toda forma de tradición y estabilidad, como también educar a la próxima generación para adaptarse a los cambios y ser capaz de emprenderlos.

Con todo, las mujeres Lububa que viven en el campo de refugiados de Mwaba sólo han recibido una educación conservadora, que les enseña a conocer el lugar que les corresponde en un mundo invariable. Ahora, en Mwaba, lo único que pueden percibir es que han perdido la esfera en que tradicionalmente ejercían su influencia de género, y que su posición, en relación con la de los hombres, ha empeorado drásticamente. Hoy se encuentran más empobrecidas, y menos capacitadas para cuidar de sus hijos. Ello no se debe únicamente al hecho de habitar en un campo de refugiados, sino especialmente a que han perdido un alto grado de control sobre sus esposos, y sobre la distribución equitativa de los alimentos.

Pese a todo, ellas sí cuentan con fundamentos para someterse a un proceso de reeducación radical. Tienen motivos para quejarse, y un sentido de la injusticia. Al fin han descubierto la discriminación por razones de género. Obviamente, en la sociedad congolesa tradicional de donde provienen han sufrido diversas formas de discriminación por motivos de género, pero han sido socializadas para considerar esa situación como algo normal. Podríamos, tal vez, suponer que llegaron a aceptarla. En caso contrario, no es mucho lo que podrían haber logrado, pues esa discriminación tradicional formaba parte de la vida cotidiana tal como ahora y siempre la han experimentado: como algo, por lo visto, tan real como la propia selva.

Pero actualmnente, en el campo de refugiados de Mwaba, se ha presentado una nueva situación. Ahora se aprecian nuevas formas de discriminación, que no forman parte de la antigua tradición, y que provocan indignación entre las mujeres. Además, en medio del clima de alteración que reina en el campo de refugiados, muchos aspectos de la vida aparecen súbitamente como elementos modificados o modificables. Así como los hombres se aprovecharon de la crisis social para mejorar su posición, así también las mujeres pueden percatarse de que existe la posibilidad de realizar una maniobra similar. Incluso aquellas que han sido educadas según las tradiciones más conservadoras pueden de pronto darse cuenta de que es necesario distinguir la intensidad de un repentino cambio social, y reaccionar frente a él, ya que ahora se encuentran en un entorno social muy distinto, con diferentes formas de ejercer el poder, y con otros valores.

De la noche a la mañana, una mujer más impetuosa y con un activismo más acentuado, puede reunir a sus hermanas en torno a ella y decir:

«Ya hemos tenido bastante. No podemos aceptar estas nuevas atribuciones de los hombres, ni tampoco sus nuevas muestras de mal comportamiento. Es preciso que reconozcamos colectivamente este problema y lo afrontemos. Tenemos que ejercer un control más estricto sobre esta nueva forma de delincuencia masculina».

Sin embargo, esa modalidad de reeducación, que llamaré empoderamiento femenino, no puede ofrecer resultados instantáneos, ya que se trata de un proceso complejo que contradice las normas de género anteriormente imperantes. Es complejo porque requiere adoptar una perspectiva feminista, y al mismo tiempo colectiva, del problema. Es complejo porque dicha perspectiva colectiva resulta inútil a menos que a continuación se adopten iniciativas colectivas. Ahora bien, en caso de que surtan efecto, estas movilizaciones colectivas resultan ser una extraordinaria herramienta de empoderamiento, pues demuestran que las mujeres pueden realizar esfuerzos conjuntos y logran imponerse cuando se organizan para poner fin a la discriminación en su contra.

La educación femenina para el empoderamiento es, por tanto, una forma radical, activista y colectiva de autoeducación. Es la antítesis de la educación convencional y conservadora. Dicha educación constituye la rebelión de las mujeres contra la educación que recibieron previamente. En lugar de ser adoctrinadas para aceptar su lugar en el mundo, se educan para modificar ese estado de cosas. En resumidas cuentas, el empoderamiento femenino es un elemento inherente a la lucha por los derechos de la mujer.

Durante mi breve visita a Mwaba me enteré de la reciente formación de comités femeninos, que estaban comenzando a poner sobre el tapete asuntos relativos a la discriminación. Las mujeres estaban exigiendo el control sobre todos los alimentos entregados por organismos de socorro, además de medidas disciplinarias contra los hombres que no respetaran el derecho de las esposas a controlar los alimentos del grupo familiar, y que recurrieran a la violencia para desautorizarlas. De esta manera surgía la posibilidad de que las mujeres, mediante una acción conjunta, no sólo adquirieran mayor control sobre los alimentos en el hogar, sino además sobre la administración del campo de refugiados.

Conclusión: lecciones que hemos aprendido del campo de refugiados

Nuestro ejemplo del campo de refugiados resulta de especial interés, por cuanto no se refiere a los conflictos habituales derivados de la resistencia y la discriminación de parte de la sociedad anfitriona contra los inmigrantes. Puesto que en este caso se presenta una situación más simplificada, es más fácil analizar los problemas que nacen únicamente de la necesidad de adaptarse a un entorno social diferente, donde entran en juego distintas relaciones sociales, de producción y de género.

Este ejemplo del campo de refugiados nos permite apreciar con claridad que la consiguiente alteración en las relaciones de género puede, en principio, darse en ambas direcciones, permitiendo que tanto hombres como mujeres adquieran un mayor grado de control. Sin embargo, si no se cuestiona el tradicional predominio de los hombres, es muy probable que éstos saquen provecho de este período de crisis para establecer modalidades más perniciosas de dominio patriarcal. En este mismo sentido, la educación femenina para el empoderamiento, en contraposición a la educación tradicional, puede permitir que las mujeres capitalicen este clima de alteración para exigir una posición más equitativa al interior del hogar, como asimismo dentro de un sector más amplio de la sociedad.

Al analizar ese período de alteración en las relaciones de género, podemos establecer un paralelo con la situación de grupos sociales que emigran hacia países occidentales. Allí donde las comunidades inmigrantes han sido aisladas en guetos, es probable que las mujeres sufran mayor subyugación y aislamiento en el hogar que en las sociedades de donde proceden. Como reacción frente al «peligro» que suponen la influencia y la libertad externas que encuentran las mujeres inmigrantes en la sociedad que las acoge, cabe la posibilidad de que los hombres y los parientes masculinos intensifiquen su dominio sobre ellas, por lo que, a diferencia de los hombres, sufrirán un mayor aislamiento del contacto con la sociedad anfitriona.

A diferencia de lo que ocurría en su sociedad de origen, es probable que ahora las mujeres inmigrantes estén más expuestas a matrimonios arreglados o forzados, o más indefensas contra «crímenes de honra» (es decir, asesinatos). Pueden surgir nuevas formas de subyugación femenina jamás antes conocidas en la sociedad de procedencia. Incluso cabe la posibilidad de que una mujer adquiera mayor libertad huyendo del gueto de inmigrantes para regresar al lugar de donde provino. Su otra opción es escapar a la sociedad anfitriona, con la esperanza de ser asimiladas a las ciudadanas locales, adoptando sus usos y costumbres. Ninguna de ambas soluciones propicia el desarrollo a largo plazo de una comunidad de inmigrantes.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, es deber de las feministas de la sociedad anfitriona ponerse en contacto con sus congéneres en las comunidades inmigrantes, y trabajar junto a ellas para detectar y abordar colectivamente problemas relativos a la discriminación por razones de género y a la subyugación de la mujer. Este proyecto intercultural del movimiento femenino contribuye a crear conciencia entre las mujeres de ambos sectores sobre la naturaleza de la discriminación por motivos de género, y sobre la necesidad de emprender una movilización conjunta a fin de lograr la igualdad de derechos con respecto a los hombres.

Las mujeres de la sociedad anfitriona y de la comunidad inmigrante pueden beneficiarse de esta experiencia colectiva. Pues el patriarcado y la discriminación por razones de género constituyen un fenómeno generalizado a ambos lados de la línea divisoria. El hecho de reconocer la discriminación por razones de género en una cultura distinta puede permitir que las mujeres adquieran mayor conciencia de la discriminación existente en su propia cultura, pues ellas han sido socializadas para aceptarla y para no rebelarse contra ella. Es así como gracias a la colaboración intercultural se afianza la educación para el empoderamiento.

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