¿Mera nostalgia o un tema que sigue siendo actual? Una apreciación personal de Carlos Núñez Hurtado. A partir de la afirmación de que Paulo Freire nos compromete, el autor hace su propia interpretación de Freire y llega a la conclusión de que su pensamiento todavía no ha perdido actualidad.
Me llena de satisfacción que el tema que se me ha solicitado tenga que ver con la vigencia del pensamiento de Paulo Freire. Efectivamente, Paulo se ha convertido en un autor con grandes admiradores y seguidores. Pero también es cierto que muchos que lo conocieron en los lejanos años sesenta y setenta, opinan con frecuencia, al oír mencionarlo, que es ya tan solo una referencia nostálgica de un pasado cargado de ideas políticas, hoy, francamente superadas.
Y acompañan esta aseveración, mencionando (casi sin excepción) su obra clásica: «pedagogía del oprimido». Dicho de otra manera, de Paulo solo leyeron esa obra (si es que de verdad la leyeron). Y la leyeron – y ubican aquella lectura – desde el peso de un contexto y una época que sin duda fue muy fuerte y estuvo cargada de grandes ideas, valores, acontecimientos, compromisos, personajes...
Hoy, el mundo es otro, no cabe duda. Freire nos advierte que
«La ideología fatalista, inmovilizadora, que anima el discurso liberal anda suelta en el mundo. Con aires de posmodernidad, insiste en convencernos de que nada podemos hacer contra la realidad social que, de histórica y cultural, pasa a ser o tornarse «casi natural».
Es verdad. Y con ella, se ha cargado el ánimo de derrota, desesperanza y pragmatismo. Con razón dicen tantos que Paulo ya no es un autor de referencia actual. Quizá son aquellos que han asumido en forma acrítica y «normal» la actual hegemonía de la ética del mercado, la ética de la muerte, que hoy empobrece a la humanidad, depreda nuestro planeta y pretende justificar crímenes y guerras en nombre de dioses que ellos mismos inventan y entronizan mediante sus sofisticados mecanismos ideológicos y telecomunicativos.
Pero esta realidad, tan diferente pero en el fondo tan semejante a la de hace 30 o 40 años, parece no conmover ya a muchos de nuestros intelectuales, académicos, políticos o religiosos. Provenientes de aquellos tiempos y aquellas luchas, muchos piensan hoy en sentido inverso y justifican, por tanto, los crímenes contra los que lucharon en aquel pasado cargado de ideales y sacrificios...aunque también – hay que señalarlo – de graves errores.
Por ello, para muchos Freire queda «obligadamente atado» a ese pasado que hoy se quiere desconocer. Otros – quizá los más – ni siquiera lo conocieron. O es solo una referencia bibliográfica en una actividad intelectual o académica francamente descomprometida y aséptica, que hoy abundan.
Sin embargo, curiosamente, muchos de los autores o influencias que hoy sí convocan e interesan, plantean tesis tan cercanas al pensamiento freiriano, que uno no comprende ese desprecio y/o desinterés por un autor, que con su obra y con su vida ha marcado sin lugar a dudas el pensamiento pedagógico del siglo XX. Baste leer, como ejemplo de lo anterior, el documento de Edgar Morín llamado «Los siete saberes indispensables para la educación del futuro».
Lo que pasa es que pienso que Freire no puede solo ser «leído». freire compromete. y el compromiso, en tiempos neoliberales, es muy escaso. Quizá los que lo desconocen o detractan, en el fondo, inconscientemente, se protegen contra las implicaciones vitales de un pensamiento ético, político, pedagógico y epistemológico, que en armonía y coherencia convoca profundamente al compromiso con la vida, con la justicia y la liberación. Al igual que en los sesenta, aunque estemos en el siglo XXI.
«La práctica educativa es todo eso: afectividad, alegría, capacidad científica, dominio técnico al servicio del cambio.» Freire |
Y ese es el punto de partida que yo pretendo revisar desde mi apreciación personal de Paulo Freire. Por tanto, lo que voy a decir no es necesariamente el Paulo Freire de todos; ésta es mi lectura de Paulo Freire. He leído, releído, incorporado, renovado y reinventado a Freire desde una práctica personal de casi cuarenta años en el mundo de la «educación popular», pero también trabajando con instituciones públicas de varios países, con organismos internacionales y más recientemente, en forma directa en la academia.
Y cuando digo «lectura» me refiero por supuesto a la obra escrita de Paulo, que es extensísima. Paulo siguió viviendo, trabajando y escribiendo incluso hasta después de muerto, porque Nita, su viuda, ha retomado materiales que quedaron en su escritorio y sus archivos, habiendo publicado dos libros más, ya póstumos: «Pedagogía de la indignación» y «Pedagogía de los sueños posibles»)
Pero de ninguna manera me ubico en su mera lectura como producto de simple interés intelectual. Paulo Freire, junto con tantos otros autores, ha sido guía e inspiración para un trabajo de «educación popular» comprometido y compartido con muchos otros compañeros y compañeras a todo lo largo y ancho de nuestro continente.
Y es desde ahí, desde una lectura analítica, reinterpretada y contextualizada de su obra, y desde el privilegio de haber compartido con él diversos momentos de trabajo y conversación profundamente humana y profesional, que hago ahora, desde mi praxis socio educativa, organizativa, cultural y política, mi propia interpretación de Freire.
Trataré entonces de exponer lo que para mí constituye la centralidad del pensamiento de Freire. Voy a acudir al uso de citas de Paulo – aún corriendo el riesgo que ello implica – para poder ilustrar cómo él expresa sus posiciones.
En sucesivas elaboraciones he encontrado que a Freire se le puede «leer» desde cuatro grandes ejes, columnas o campos de conocimiento.
Parto de esta conceptualización general que Paulo hace de la educación, para aclarar lo que afirmo, cuando nos dice que educación
«...es un proceso de conocimiento, formación política, manifestación ética, búsqueda de la belleza, capacitación científica y técnica; así es la educación, práctica indispensable y específica de los seres humanos en la historia, como movimiento y como lucha».
Como apreciamos, los componentes señalados están presentes.
Desarrollaré brevemente cada uno de estos cuatro elementos «freirianos», para su mejor comprensión.
En relación con el tema de lo ético, Paulo señala y reivindica recurrentemente la «eticidad» de la educación. Para él no puede haber educación que no sostenga y asuma un compromiso ético. Pero conforme veremos, no lo reduce a la inclusión de una mera «asignatura de valores», enfoque funcionalista con que se trata de abordar este «tema de moda» en la educación. Me parece que una de las principales desviaciones de los enfoques actuales, es el querer convertir el compromiso ético (social, político y ecológico) del ser humano – en este caso, del educador – en «una asignatura» o en un conjunto de clases para «enseñar valores».
«Hay que recordar que en México el único acercamiento curricular que teníamos al respecto – y que de alguna manera nos acercaba relativamente al tema – era la asignatura de «civismo». Pero nuestras autoridades educativas y políticas de hace años, asumiendo seguramente que somos un país tan ético y humanista, la eliminaron. Sólo ha sido repuesta recientemente como asignatura de secundaria.»
Obviamente, cuando hablamos del pensamiento ético de Paulo, no nos referimos a «poner» o quitar asignaturas y/o de dar clases de valores, explicando teóricamente lo que es la libertad, la fraternidad, la justicia, etc. Estamos hablando de la incorporación de un enfoque ético en el centro de toda actividad teórico-práctica del hecho educativo, individual y socialmente entendido.
No se puede «descalificar» un pensamiento que nos conduce a la renovación permanente de nuestro compromiso ético. Para hacerlo, habría que preguntarse si lo que hace años nos comprometió (y encontramos gracias también al pensamiento de Freire) no debiera mantenernos en dicho compromiso por un mundo mejor. Efectivamente, el compromiso vino con la toma de conciencia (la «concientización» freiriana) que nos llevó al reconocimiento de un mundo injusto lleno de contradicciones, con un proceso de marginación creciente, violento, con falta de respeto a los derechos humanos, con pobreza aguda…
La pregunta obligada hoy, en 2003, debería ser si ese mundo que nos llevó a comprometernos hace veinte, treinta o cuarenta años, es ahora mejor. ¿Acaso hoy tenemos un mundo con menos miseria, con menos exclusión, con menos violencia, con menos ataques a los derechos humanos, con menos depredación del medio ambiente? Cualquiera de nosotros, apelando honestamente a su conciencia y sus conocimientos, tendrá que responder que NO. Por el contrario. Antes, los llamados «marginados» eran gente pobre, «al margen» de los beneficios de una sociedad injusta, la misma que hoy, sin pudor alguno, los llama «excluidos».
Y es que el cinismo del pensamiento neoliberal (y sus intelectuales) no tiene efectivamente ningún pudor en señalar que son y deben ser «prescindibles». Y no estamos hablando de otros países; estamos hablando de México, donde incluso ha habido en el pasado reciente funcionarios y analistas que han señalado explícitamente que hay gente que es «inviable», y que por lo tanto es imposible atender. Pero aunque no lo digan explícitamente de palabra en forma tan cínica, lo dicen de todas maneras en el «lenguaje» de las políticas públicas y de los ejercicios presupuestales a todos los niveles, incluido – por supuesto – el tema educativo.
Sin abusar de las cifras que quizá todos conocemos, Xavier Gorostiaga y Manfred Mac Neff nos ilustran al ofrecernos cifras de Naciones Unidas que nos recuerdan que hay 345 personas – no empresas – que tienen como riqueza el equivalente al producto interno del 40 % de los países pobres. Datos verdaderamente escalofriantes. Pero no podemos sólo «leerlas» como simples y frías estadísticas. Hay que hacer un esfuerzo para «humanizar» esos datos y así cultivar una sensibilidad que nos ayude a renovar nuestro compromiso ético. Esas estadísticas nos conducen al rostro del niño de la calle que está tragando fuego en la esquina cercana. O al del indígena al que le damos – o, racionalizando, no le damos – la limosna que a cada paso nos pide.
En el mundo actual, lamentablemente tenemos que aceptar que cada vez se agrava la violación de los derechos humanos, se instala la violencia. Estamos todavía viviendo la tragedia de la «guerra santa» que los estados unidos han lanzado contra los «infieles terroristas» del islam.
El problema es que, ante estos hechos, quizá ya no nos conmovemos. Se ha vuelto «normal» que la mentira, el robo, la calumnia, la violación de los derechos humanos y la depredación del medio ambiente se instalen en nuestra cómoda inconciencia.
Frente a esta injusta e inaceptable situación, éticamente debemos retomar posiciones. Y si las realidades (y los datos que las ilustran) de alguna manera nos llevaron a comprometernos antes ¿cómo ne-gar entonces la urgente necesidad de renovar nuestro compromiso ético? ¿Cómo olvidar nuestra «concientización»? Debemos entenderlo y asumirlo como la búsqueda de consecuencia y coherencia en nuestro trabajo personal en el aula o en donde quiera que estemos. «no es la resignación – dice Paulo – en la que nos afirmamos, sino en la rebeldía frente a las injusticias». «de ahí – dice – el tono de rabia, de legítima rabia que envuelve mi discurso cuando me refiero a las injusticias en que son envueltos los harapientos del mundo».
Es su mensaje fuerte de carácter ético. Siempre lo tuvo; pero se expresa con mayor impacto y consecuencia cuando se da la llamada «derrota» de los paradigmas humanistas a partir de los cambios mundiales de finales de los ochentas y la caída del muro de Berlín. Con él dejamos caer muchas veces nuestras convicciones y compromisos, al encontrarnos descontrolados y aparentemente despojados de nuestros paradigmas.
Es justamente en ese momento del «fin de la historia», cuando él vuelve a colocar su pensamiento en una posición esperanzadora. Y la sustenta o legitima en esa «legítima rabia» que, desde un compromiso ético, no le permite condescender con ese estado de cosas. Por ello nos dice:
«Hablamos de ética y de postura sustantivamente democrática, porque al no ser neutra, la práctica educativa, la formación humana, implica opciones, rupturas, decisiones. Estar y ponerse en contra, a favor de un sueño y contra otro, a favor de alguien y contra alguien. Y es precisamente ese imperativo el que exige la eticidad del educador y su necesaria militancia democrática y le impone la vigilancia permanente, en el sentido de la coherencia entre el discurso y la práctica». (tomado de «política y educación»)
No deja lugar a la ambigüedad. La educación y el educador(a) tienen que ser constructores del sueño con el cual nos comprometemos. Y eso implica opciones, rupturas éticas. No se puede asumir y trabajar sobre la idea de una aparente neutralidad.
«La enseñanza de los contenidos implica el testimonio ético del profesor» nos dice en «Pedagogía de la Autonomía». y agrega: «no se pueden dar clases de libertad, de fraternidad, de igualdad, y tomar examen: ¿qué entiendes por ello?; sino que también implica un compromiso y vivir en el propio proceso educativo, en el aula o donde estemos, la coherencia ética del posicionamiento del profesor».
Por ello afirma con fuerza, refiriéndose a su último libro, que:
«Este pequeño libro se encuentra atravesado o perneado en su totalidad por el sentido de la necesaria eticidad que connota expresivamente la naturaleza de la práctica educativa, en cuanto práctica formadora. Educadores y educandos no podemos, en verdad, escapar a la rigurosidad ética» .
Y lo afirma con tal fuerza, porque con aparente simplicidad nos dice:
«Es que estoy absolutamente convencido de la naturaleza ética de la práctica educativa, en cuanto práctica específicamente humana».
Al afirmar el compromiso ético del educador como condición substancial para poder asumir la «educación en valores», está reafirmando la inseparable relación entre teoría y práctica del maestro. Efectivamente, no se pueden «enseñar» ética y «valores» al margen de un compromiso y un comportamiento socio-histórico concreto del educador como persona y como ciudadano del mundo real.
Es importante señalar que cuando hablamos de ética normalmente referimos a «nuestra» ética; es decir, a la que es sinónimo de «lo bueno». A la que reconoce y plantea valores como la justicia, la fraternidad, la libertad, la ternura, etc. como «connaturales» a la dimensión humana. Pero en realidad existe «otra» ética – entendida como sistema de valores establecido – que es la realmente hegemónica y dominante: la «ética del mercado» o «ética neoliberal». Es aquella que plantea y se basa en el egoísmo humano, en la competencia. La que justifica los medios – cualquiera que estos sean – para lograr los fines. La que asume en consecuencia la mentira y el engaño, sin pudor alguno. Por eso, Paulo nos dice:
«estoy profundamente convencido de la naturaleza ética de la práctica educativa, en cuanto práctica específicamente humana. El ser humano es un ser ético, cualquiera que sea su marco ético: la ética de la vida, la ética humanista, o como hemos adquirido y adherido a la ética del mercado».
Lo real existente es este mundo. Y nosotros estamos en este mundo concreto… no en el éter. Por ello, en nuestra vida real (personal, social, política, económica, profesional etc.) vivimos y actuamos influenciados y condicionados permanentemente por la ética dominante de corte neo-liberal. Aquella que poco o nada tiene que ver con los valores, que desde una posición ética humanista, declaramos, decimos asumir y pretendemos reconocer, vivir y defender. Por eso, en lo personal y en lo social, muchas veces jugamos y asumimos roles y comportamientos contradictorios con nuestras declaraciones y nuestros deseos. Y ello sucede a partir de la influencia real de la ética dominante.
Frente a esta ética hegemónica, lo primero es reconocer su existencia y la real influencia que ejerce social y culturalmente en todos nosotros. Desde ahí, intentar superar una posición ética humanista basada en el mero discurso teórico o intelectual, que no nos compromete. Tenemos que hacerla práctica. Y además, práctica coherente que se traduzca en actos reales en nuestra vida individual, familiar y social. Como educadores, tenemos que materializarla en el proceso de enseñanza – aprendizaje que impulsemos. Pero también en los procesos socio-político de nuestro contexto, cualquiera que sea el ámbito de nuestra vida, pues nunca dejaremos de ser ciudadanos(as) y – sencillamente – miembros de la raza humana.
Para ello debemos superar el fatalismo y la derrota, que como una lepra del espíritu, poco a poco nos corroe. Y ese es el gran riesgo: el asumir, quizá inconscientemente, que esas situaciones absurdas y que esa ideología neoliberal, son «normales». Es lo que reiteradas veces he llamado: el establecimiento social de esa cultura de la «normalidad».
Efectivamente, poco a poco y quizá sin darnos cuenta, nos hemos ido instalando en «la cultura de la normalidad». Para los mexicanos(as), leer el periódico y encontrarnos todos los días con la noticia de un nuevo fraude millonario, de un nuevo FOBAPROA, de un nuevo escándalo... es ya «normal». Eduardo Galeano nos ofrece múltiples y dramáticos ejemplos de esto en su libro «Patas arriba: la educación del mundo al revés».
Necesitamos des-instalar(nos) de esa cómoda «normalidad» para derrotar así esa cultura e ideología inmovilizantes. Sin embargo, Paulo no es ingenuo. Por eso nos dice:
«…sin poder siquiera negar la desesperanza como algo concreto, y sin desconocer las razones históricas, económicas y sociales que la explican, no entiendo la existencia humana y la necesaria lucha por mejorarla sin la esperanza y sin el sueño».
No se trata de hacer discursos también ideologizados e ingenuos. Hay que ir al fondo del problema que implica la recuperación de la ESPERANZA, que como Paulo nos recuerda
«…es una necesidad ontológica. La desesperanza es esperanza que, perdiendo su dirección, se convierte en distorsión de la necesidad ontológica.»
No hay duda. Vivimos en un «mundo malo», un mundo perverso, como él decía. Y no es fácil ubicarse en el de manera consciente. Pero si cancelamos la esperanza y el sueño, no habrá entonces ni siquiera una plataforma para, desde ahí, pensar los demás temas.
Es posible que un planteamiento como éste genere reacciones señalando que este era el discurso radical de la izquierda de hace muchos años. Pero que hoy el mundo es plural, es diferente, y que tenemos que ser tolerantes.
Pero se confunde el tan importante – y hoy más que nunca – valor de la tolerancia, con esa aplicación caricaturesca del viejo slogan «peace and love» utilizado con tanta fuerza en otros tiempos por los hippies y opositores a la guerra. No se trata de eso. Paulo nos advierte que
«la tolerancia no significa de manera alguna la abdicación de lo que me parece a mi justo, bueno y cierto. El tolerante no renuncia a su sueño por el que lucha intransigentemente, pero respeta al que tiene un sueño distinto de él. la tolerancia – define – es la sabiduría o virtud de convivir con el diferente para poder pelear mejor con el antagónico, es una virtud revolucionaria y no liberal conservadora».
Según esta posición, es falso que se hayan acabado las contradicciones, las ideologías, los antagonismos y que hayamos arribado al «fin de la historia», como dice Fukoyama. Lo que sucede es que, ante la llamada crisis de paradigmas, muchos «tiraron al niño junto con el agua sucia» y niegan sus anteriores posiciones y compromisos.
Pero no podemos disimular y/o claudicar en nuestro compromiso ético, basados en la renuncia a valores que antes asumimos, y que hoy rechazamos, sustentados en la crítica a experiencias que muy lejos estuvieron de materializar dichos valores.
En síntesis: un educador(a), todavía más que un ciudadano(a) común, no puede renunciar al sueño y al compromiso ético que lo compromete. Y Paulo, intransigentemente, nos lo recuerda hasta sus últimas palabras.
Como consecuencia de su compromiso ético, Paulo desarrolla un planteamiento epistemológico acorde con sus principios y valores. Si se trata de construir sujetos liberados mediante la educación, nunca el conocimiento puede ser entendido y usado como un instrumento de dominación y/o enajenación. La educación entendida y practicada como un acto liberador, requiere de un marco epistemológico en el que el conocimiento es construcción social permanente de los sujetos educandos, en el acto personal y social de comprender(se) y liberar(se). Por ello, Paulo permanentemente en su obra se refiere al tema «del conocimiento»: ¿qué es conocer?; ¿qué es conocimiento?; ¿cómo se conoce?; ¿a favor de quién y en contra de quien se conoce?, etc. Son preguntas reiteradas en el pensamiento freiriano que, desde los primeros y hasta sus últimos libros, aborda el desarrollo de un marco epistemológico de carácter dialéctico, y no positivista.
Por ello, Freire desarrolla una severa crítica a la concepción epistemológica de corte positivista tradicional, aquella que convierte al educando en mero «objeto» de transmisión pasiva de conocimientos preelaborados que, muchas veces, son ajenos a su sensibilidad e intereses.
Pero esto es lo que hace generalmente la práctica educativa. Y no es un problema de ahora. No. Así hemos sido educados todos, salvo honrosas excepciones. Por ello, la gran mayoría hemos sido tratados a lo largo de nuestro proceso de formación como simples «objetos» de educación y conocimientos. En la familia; en la escuela básica, media y superior; en el partido, (aquellos que han asumido militancia política); en las religiones y sus diferentes iglesias; por los medios de comunicación. En la sociedad en general – en todos los espacios y niveles – hemos sido «educados» en el autoritarismo, en la imposición vertical de creencias, normas y conocimientos.
conviene quizá recordar que esa forma de Freire la llama «educación bancaria», haciendo una analogía con el acto, mediante el cual un ahorrador deposita monedas en su alcancía o cuenta de ahorros. Al fin de un proceso y en un determinado tiempo, el mejor ahorrador será aquel que cuente en su haber con la mayor cantidad de monedas depositadas. Así, en la «educación bancaria», el mejor alumno(a) será aquel o aquella que, al fin del período escolar, pueda «repetir», sacando de su memoriaalcancía, los conocimientos «ahorrados» que el maestro(a) fue «depositando» acríticamente en el cerebro-alcancía de sus alumnos.
«No se recibe democracia de regalo. Se lucha por la democracia.» Freire |
La analogía no puede ser más ilustradora de lo que pasa generalmente en el acto educativo y en la vida cotidiana. Efectivamente, el educando(a) y el ciudadano(a) son convertidos en simples «objetos» del conocimiento que un educador o un líder generoso (que son quienes «tienen» el conocimiento) entregan en forma pasiva y – la mayoría de las veces, también autoritaria – a aquellos que lo reciben
o «tienen» que recibir. y «eso» que tienen que recibir, ya fue seleccionado por la autoridad y/o el propio maestro(a). La forma de validar su poder es a través del examen – en el hecho educativo – y la sumisión y pasividad, en la vida social.
En este modelo, si no se repite fielmente lo que el maestro dice, entonces se «reprueba». esa es la concepción «bancaria» que Paulo denuncia cuando nos dice en «pedagogía del oprimido» – de los años sesentas – que para esta concepción: «el conocimiento es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes». Años después, en su libro «extensión o comunicación» abunda cuando señala que
«El conocer no es el acto a través del cual un sujeto, transformado en objeto, recibe dócil y pasivamente los contenidos que el otro le da o le impone». «el extensionista cree – nos dice Paulo en esta obra – que el conocimiento debe transferirse y depositarse en los educandos. Este es un modo estático, verbalizado; es la forma de entender el conocimiento que desconoce la confrontación con el mundo como la fuente verdadera de conocimiento».
El mundo es – nos dice – la fuente verdadera de conocimiento. Pero el mundo está «fuera del aula», aunque ésta sea parte del mundo. No podemos simplificar el conocimiento, aislarlo de las dinámicas reales socio económicas, culturales y políticas del contexto de la educación, y enseñarlo en forma vertical, repetitiva, memorística.
Lo curioso es que estamos tan inconscientemente instalados en esta concepción (más allá de nuestro discurso y buenas intenciones) que casi todas las universidades tienen y mantienen programas de «extensión universitaria». Esto significa que los universitarios, estudiantes y/o maestros, «tienen» un conocimiento que el resto no domina, y como se tiene conciencia social y actitud de servicio generosa, se opta por «extender» dicho conocimiento (cualquiera que sea su calidad y rigor) a la sociedad, – particularmente a los más los pobres – que no tienen más opción que recibir nuestra generosa entrega.
Por ello, Paulo insiste en el enfoque epistemológico de carácter dialéctico, cuando nos dice:
«El ser humano conoce a través de un proceso que no termina en el objeto cogniscible ya que se comunica a otros sujetos igualmente cognoscentes. Conocimiento es pues proceso que resulta de la praxis permanente de los seres humanos sobre la realidad».
Es cierto. El conocimiento siempre se genera socialmente. Siempre. Y hay momentos, épocas y circunstancias que provocan síntesis que autores intelectuales con gran capacidad de comprensión y proyección, tienen la capacidad de sistematizarlo y presentarlo como un «constructo teórico», valga la redundancia. Pero ese constructo no resulta de la mera especulación abstracta y alejada de la realidad, desde una la «torre de marfil». Más allá de la capacidad intelectual, imaginativa, sistematizadora, de reflexión y abstracción que un autor
o grupo de autores tenga, los conocimientos y propuestas teóricas siempre son construcciones históricas y sociales.
Si eso es así, entonces es cierto lo que Freire afirma: el conocimiento es resultante de la praxis permanente de los seres humanos sobre la realidad. Por eso advierte que
«en el momento en que yo dicotomiso el conocimiento existente del acto de crear conocimiento, mi tendencia es apoderarme del conocimiento existente como un hecho acabado y entonces transferirlo a quienes no saben. Este es el caso de las universidades, que son casas de transferencia de conocimiento»
nos dice con bastante criticidad. «El conocimiento es la relación entre el ser humano y su medio y su historia.» De esa relación dialéctica entre «el ser», «el medio» y «la historia» es que se produce conocimiento, que por naturaleza es construcción social y debe ser socializado a niveles, capas y alcances diversos. Al ser social y compartible, es por tanto enriquecible siempre.
«no hay ningún conocimiento existente – dice – que no haya nacido de otro conocimiento que antes no existía, y que al existir hoy, superó justamente el que antes existía».
Es la dialecticidad del hecho de conocer. No hay conocimiento estático. Jamás lo puede haber. Por lo tanto, no podemos tomar el pensamiento de Platón, de Pitágoras, de Newton o de Marx y convertirlos en dogmas cerrados. La realidad misma, la sociedad, sus actores y pensadores, son quienes los reinterpretan, renuevan, cuestionan y superan. Sí eso se hace con todos los niveles de la ciencia y la filosofía ¿por qué «decretar la muerte» del pensamiento de Paulo colocándole como lápida su «Pedagogía del oprimido» de los años sesenta, congelando en una visión estática su pensamiento siempre vivo y dinámico?
La educación, pues, siempre implica una determinada teoría del conocimiento puesta en práctica. Por ello, uno de los aportes fundamentales de Paulo se refiere justamente a esa teoría del conocimiento: al objeto que se trata de conocer y al método de conocerlo. Paulo reitera permanentemente en toda su obra dicha preocupación.
«El conocimiento, siempre proceso, resulta de la práctica consciente de los seres humanos sobre la verdad objetiva que a su vez los condiciona. De ahí que entre aquellos y ésta se establezca una unidad dinámica y contradictoria. Como dinámica y contradictoria es también la realidad».
Por cierto, esta afirmación encuentra gran similitud con el pensamiento del paradigma de la complejidad, hoy tan estudiado y reconocido.
Su enfoque epistemológico es dialéctico, complejo, procesual, holístico, contextual, histórico, dinámico. Es siempre un llamado a superar las visiones parcializadas y profesionalizantes que el paradigma positivista pregona y sostiene. Insiste Paulo en llamarnos la atención al respecto:
«Desde el punto de vista de la teoría y de la educación que la pone en práctica, no es posible dicotomizar la teoría de la práctica. No es posible dicotomizar el acto de conocer el conocimiento ya existente, del acto de crear el nuevo conocimiento».
Tampoco «es posible dicotomizar el enseñar del aprender, el educar del educarse».
Como apreciamos, Freire no dicotomiza el tema epistemológico del proceso pedagógico. Ni del encuadre ético. No podría hacerlo. Por ello apela al tema de la necesaria incorporación de la esfera de lo sensible (clave en los procesos pedagógicos) pero encuadrando dicho nivel en el proceso más complejo del conocer
«Todo conocimiento parte de la sensibilidad, pero si se queda a nivel de la sensibilidad no se constituye en saber porque sólo se transforma en conocimiento en la medida en que, superando el nivel de la sensibilidad, alcanza la razón de actuar».
Esta cita resume en forma por demás interesante la indispensable incorporación y el manejo del componente de la subjetividad – de la dimensión profundamente humana – en el hecho educativo, pero sin dejarla al margen del proceso de construcción del pensamiento científico. Y tiene sentido marcar esta necesaria síntesis dialéctica, pues muchas veces, en una «tendencia pendular» de superación del tradicional desprecio que ciertas corrientes científicas y políticas hicieron de dicha dimensión, acabaron convirtiéndola en un objetivo y contenido en sí mismo, dando pie a la vulgarización y falta de rigor del hecho educativo.
Y es desde sus primeras obras que Paulo plantea el tema, cuando afirma en «Pedagogía del Oprimido» que:
«La objetividad dicotomizada de la subjetividad, la negación de ésta en el análisis de la realidad o de la acción sobre ella es objetivismo. De la misma forma, la negación de la objetividad en el análisis o en la acción por conducir es subjetivismo que se entiende en posiciones solipsistas, niega la acción misma al negar la realidad objetiva desde el momento que ésta pasa a ser creación de la conciencia. Ni objetivismo, ni subjetivismo o psicologismo, sino subjetividad y objetividad en permanente dialecticidad».
Es muy claro. Hay que tomar en cuenta la subjetividad y partir de la sensibilidad humana, pero para convertirla – como dice la cita – en «saber» y en conocimiento, porque es mediante el acto educativo que dicho conocimiento alcanza la razón de ser e impulsa la razón de actuar. Es, por lo tanto, un conocimiento desde la vida y para la vida misma.
Freire nos dice que,
«desde el punto de vista de tal teoría – y de la educación que la pone en práctica – no es posible:
a) dicotomizar la teoría de la práctica;
b) dicotomizar el acto de conocer el conocimiento hoy existente del acto de crear el nuevo conocimiento;
c) dicotomizar el enseñar del aprender, el educar del educarse. (Cartas a Guinea Bissau)
Y es que eso somos los seres humanos: somos seres individuales cargados de experiencias personales, familiares y sociales. Históricas y objetivas, si podemos llamarlas así. Pero también cargadas de connotaciones subjetivas. Somos seres que vivimos en un contexto «objetivo», pero que también lo vivimos y lo interpretamos cargados de nuestra propia subjetividad, de nuestras creencias, posiciones ideológicas, opciones éticas y políticas. Somos seres sociales en un determinado contexto histórico. Este es el ser humano, que es educador o educando. O mejor dicho, educador y educando siempre. Ese es el objeto/sujeto del hecho de conocer y de enseñar.
Ya hemos venido introduciendo el tema de la «tercera columna» que encuentro claramente desarrollada en el pensamiento de Freire, (y que es por lo que más se le conoce): la pedagógica. Cuando muchos(as) adhieren al marco ético y epistemológico, se encuentran con un problema serio: cómo se lleva a cabo en el aula – y fuera de ella – en el marco de la educación en general, este enfoque freiriano. Y es natural que suceda, pues como hemos señalado, todos (o casi todos) hemos sido «formados» y dotados de herramientas teóricoprácticas desde el otro modelo. Abundemos un poco en su propuesta, metodológica, pedagógica y didáctica.
Pablo no nos da recetas ni nos presenta métodos particulares, a excepción de su método inicial de alfabetización. Pero sí nos presenta esta visión compleja de fundamentos éticos, epistemológicos, pedagógicos y políticos. A nosotros nos toca buscar la síntesis creativa y los caminos de aplicación, según cada circunstancia. Esto implica «conducir» y «dar dirección» al hecho educativo, pues no es posible dejar la práctica educativa al azar. «El educador tiene que enseñar y el educando tiene que aprender», nos dice en el video «Paulo Freire: Constructor de sueños».
Y la afirmación es pertinente, porque a partir de la presencia de las ideas de Paulo a finales de los años sesenta, muchos sectores sociales, políticos y religiosos asumieron con tal radicalidad la crítica de Freire a la «educación bancaria», que la famosa frase de Paulo «Nadie educa a nadie; todos nos educamos juntos» fue asumida erróneamente, llevándolos a renunciar y destruir de una manera irresponsable el rol y el papel del educador. Esto dio origen a una crítica muy fuerte de sectores académicos y/o socio-políticos más rígidos – que con cierta razón – afirmaban que la educación popular era una «simple suma de las ignorancias» que negaba y renunciaba la esencia del hecho educativo.
Fue una interpretación errónea, pues Paulo nunca negó el papel del educador. Efectivamente, el educador tiene que enseñar. No es posible dejar la práctica educativa al azar. Pero la cuestión es la comprensión pedagógico-democrática del acto de proponer contenidos, métodos, herramientas, etc. El educador no puede negarse a proponer. Pero tampoco puede rehusarse a la difusión de lo que es capaz de proponer el propio educando.
Es decir, la educación hay que entenderla como un hecho democrático y democratizador, en el aula y más allá del aula. Para educar y proponer, el educador no tiene por qué ser autoritario. Se trata de dos posiciones extremas. Una dice: si yo educo y propongo, entonces soy autoritario y manipulador. La otra afirma que, para no serlo, se tiene que renunciar al rol de maestro, de educador.
Evidentemente se trata de una falsa dicotomía, producto de visiones distorsionadas de la propuesta freiriana. La clave está en la actitud democrática del educador, que trabaja su propuesta mediante la «pedagogía del diálogo» y de la participación. Que es capaz de enseñar y aprender. Que sabe hablar, porque sabe escuchar. Que puede ofrecer su conocimiento, porque está abierto al conocimiento de los otros. Que puede producir la síntesis entre el acto de enseñar y el acto de aprender, en esta visión de «doble vía»: «educador – educando, educando – educador».
El diálogo «...es el sello del acto cognoscitivo, en el cual el objeto cognoscible, mediatizando los sujetos cognoscentes, se entrega a su desvelamiento crítico».
(la importancia de leer y el proceso de liberación)
La educación no es un acto espontáneo. Ni el educador puede actuar así. Pero el hecho de que no lo sea, no lleva necesariamente a convertirse en manipulador.
«Educar es un hecho en que educador y educando se educan juntos en el acto educativo. De este modo el educador ya no es sólo el que educa, sino aquel que cuando educa es educado a través del diálogo con el educando, que al ser educado también educa. Así ambos se transforman en sujetos del proceso en que crecen juntos, y del cual los argumentos de la autoridad ya no rigen»
nos dice Freire.
Por eso, de acuerdo con su posición ética de construcción de «sujeto liberándose», y a su marco epistemológico de construcción de conocimiento, su propuesta pedagógica afirma que el punto de partida de todo proceso educativo es el nivel en que el educando se encuentra, cualquiera que éste sea. Nos dice al respecto: «Siempre el punto de partida es el sentido común de los educandos y no el rigor del educador». Este es el camino necesario, precisamente para alcanzar este rigor. No podemos instalarnos ni en el campo de la educación ni de la ciencia o la política, en el supuesto de que «el otro no sabe», y como no sabe, le doy. «¿Por qué le pregunto y lo tomo en cuenta, si no sabe?» suele ser el razonamiento al que acudimos para justificar nuestro verticalismo soberbio en el acto educativo.
Y esto tiene que ver no sólo con el acto educativo en sí mismo, sino en todo el accionar socio-político, por ejemplo. ¿Cómo, si no, se definen las políticas públicas? ¿Cómo se elaboran los programas y proyectos de desarrollo? ¿Cómo se organizan los planes de estudio? Siempre en el gabinete de los que saben, y al margen de los que – supuestamente – no saben.
Permítanme referir (sin abundar) que actualmente en Michoacán se está realizando un esfuerzo de consulta e incorporación de la ciudadanía en procesos participativos para la definición de problemáticas y políticas públicas. Se ha impulsado un ejercicio interesantísimo y novedoso de inspiración freiriana, pues – como decíamos – Freire no sólo es un pedagogo para el aula.
Las consecuencias de «no partir del otro» son graves en el aula y son graves en la construcción democrática de nuestro país. Son muy graves en la relación sociedad – gobierno o educador – educando, porque acaba siendo, finalmente, la imposición del que detenta la autoridad sobre el educando o ciudadano(a) común. Por ello, la afirmación de que el «punto de partida» es siempre el sentido común de los educandos y/o ciudadanos(as), es de un peso estratégico en la construcción y liberación del sujeto educando y/o ciudadano. No atenta contra el rigor y el conocimiento científico. Simplemente, propone otro camino para abordarlo, para «llegar a él».
Y lo aclara cuando señala:
«Esto significa que desde le punto de vista de la educación como un acto de conocimiento, nosotros los educadores debemos siempre partir – partir, ese es el verbo, no quedarnos – de los niveles de comprensión de los educandos, de la comprensión de su medio, de la observación de su realidad, de la expresión que las propias masas tienen de su realidad». (Sobre educación popular…)
Ello implica siempre un acto creativo e imaginativo del educador, en cuanto pedagogo. Educar tiene que ver entonces con ser un inventor y reinventor constante de todos aquellos medios y caminos que faciliten más y más la problematización del objeto de conocimiento que ha de ser «descubierto» y finalmente «aprehendido» por los educandos, que lo han trabajado en dialogicidad permanente entre ellos, y entre ellos y el educador, que democrática y pacientemente los conduce en una amorosa y solidaria comprensión del acto educativo.
Esto nos refiere a las motivaciones éticas que dan origen a su compromiso. Y este no puede ser sino de naturaleza política, entendida ésta en su dimensión y comprensión más amplia y noble, y no como mero pragmatismo partidario.
Por ello asume una posición consecuente y define la educación también como un «acto político». Afirma, en consecuencia, «que toda educación es, además de un acto pedagógico, un acto político». No es que la educación freiriana sea política en el sentido tradicional. Y menos, que se trate de hacer educación política de izquierda o revolucionaria (como se la quiere identificar), sino que afirma que todo hecho educativo inevitablemente tiene – consciente o inconscientemente – un fondo y una opción política.
Paulo se plantea una «opción política». Y es que no podría ser de otra manera, pues – nos dice –
«qué clase de educador sería si no me sintiera movido por el impulso que me hace buscar, sin mentir, argumentos convincentes en defensa de los sueños por los que lucho».
En esta afirmación Paulo asume una opción. No hay forma de mantenerse en la mera declaración de principios, pero al margen de compromisos socio-históricos concretos.
Y así lo entiende Paulo al «definirse» como persona y como educador. En el año 1975 en Costa Rica, cuando tuve el privilegio de conocerlo, y a propósito de una discusión generada en torno a su planteamiento pedagógico que algunos radicales de izquierda de aquella época criticaban por ser «pensamiento idealista», Paulo me dijo:
«lo que pasa es que a mí se me ha mal interpretado, pues se me identifica como pedagogo. Pero yo te puedo decir que sólo soy adjetivamente pedagogo, porque sustantivamente, soy político».
Estas palabras de boca del pedagogo quizá más conocido y que más ha influido en el debate de las ciencias de la educación, es realmente significativo. Él no negaba su calidad de pedagogo. Ni renunciaba a reconocer y asumir la fuerza que tuvo su propuesta educativa. Pero se definía en cuanto tal, desde una opción política, la que lo hizo pronunciarse así: «Soy sustantivamente político y sólo adjetivamente pedagogo». por eso, decía, «mi punto de vista es el de los condenados de la tierra». O dicho de otra manera, veía el mundo con una visión amplia y tolerante, pero era consecuente con el sentido real de los hechos. Y justamente por ello, por la fuerza contundente de los hechos que definen «el mundo malo», lo veía desde una opción ética y política a favor y desde la mirada de los pobres de la tierra.
No se colocó nunca en la neutralidad o en la asepsia, que en realidad no existen porque siempre, aún callando las denuncias que nos comprometen, o asumiendo pasivamente hechos o situaciones reprobables, estamos de hecho optando. «la educación es política», nos dice en su entrevista sobre educación popular. Por ello, «la práctica educativa, reconociéndose como práctica política, se niega a dejarse aprisionar en la estrechez burocrática de los procedimientos escolarizantes».
Y rechaza la pretendida neutralidad de la ciencia – en la cual nos refugiamos tantas veces los académicos – cuando nos dice:
«me parece que la llamada neutralidad de la ciencia no existe, la imparcialidad de los científicos, tampoco. Y no existe ni una ni otra en la medida misma en que no hay acción humana desprovista de intención de objetivos, de caminos de búsqueda. No hay ningún ser humano que sea ahistórico ni apolítico».
Siendo esto cierto, el problema consiste entonces en reconocer qué clase de compromiso histórico asumimos; con qué nivel de conciencia lo hacemos; y en consecuencia, qué opción política real tomamos (aunque muchas veces pretendamos negarla o ni siquiera darnos cuenta de ella).
Obviamente no se trata de optar necesariamente por una explícita posición ideológica y política partidaria. O asumir explícitamente la defensa de la ideología neoliberal y su modelo. No. Es que simplemente, si no optamos «a favor» de algo, optamos en consecuencia «en contra» de ese algo (aunque haya muchos matices de por medio). Resulta entonces más importante definir por la positiva «ese algo» de nuestra opción, que sólo hacerlo como consecuencia de nuestras ambigüedades o pasividades.
No se trata de «politizar» la ciencia, en el sentido vulgar del término. Y mucho menos de «partidizar» o «ideologizar» nuestra opción en cuanto educadores. Se trata de asumir con plena conciencia el mundo que vivimos, y de optar en consecuencia: o a favor de la humanización (por más modestas que sean nuestras manifestaciones), o a favor de la barbarie.
Y Paulo advierte que la educación es así:
«porque sería una actitud ingenua pensar que las clases dominantes van a desarrollar una forma de educación que permita a las clases dominadas percibir las injusticias sociales en forma crítica».
Efectivamente, es ingenuo pensar que el cambio de orientación en los modelos sociales, económicos, políticos y culturales hacia un mundo profundamente humanizado, se va a promover por quienes hegemónicamente dominan el mundo. Y es ingenuo, porque tendríamos que aceptar que serían capaces de atentar contra sus propios intereses.
«es decidiendo como se aprende a decidir.» Freire |
El cambio es responsabilidad nuestra; de los ciudadanos(as), de los educadores(as)... de todos y todas. No importa qué tan modesta sea nuestra aportación. Se trata de aportar nuestro pequeño grano de arena desde una opción ética y política comprometida. Y eso implica tener claridad. Porque optar significa definir: «en favor de quién y de qué educo, y por lo tanto, contra quién y contra qué educo», como nos recuerda Paulo. En otras palabras, si reconocemos la dimensión política de la educación – en el sentido que la plantea Paulo – al optar por nuestros modelos educativos y nuestras prácticas pedagógicas, estamos de hecho decidiendo, aún inconscientemente, «en favor de quién y de qué», y por lo tanto, «en contra de quién y de qué», desarrollamos nuestra actividad educativa y política.
Es un problema de opción. Quizá este planteamiento pueda considerarse muy radical. Sin embargo es así, siempre y cuando aceptemos que no hay neutralidad posible. Y esto compromete. Quizá por eso Paulo Freire es descalificado y desvalorizado. Frases ya referidas como «ese lenguaje es de los sesentas; hoy estamos en otro mundo, el de la pluralidad y la tolerancia» se han convertido en «la puerta de escape» por donde muchos intelectuales y académicos «progresistas» tratan de escapar de su responsabilidad. Pero ya sénalamos su posición ante la tolerancia.
Por supuesto que la lectura de Paulo y su pensamiento tienen que ser reinterpretados dinámica y críticamente, hoy y siempre. Pero una cosa es clara: no se puede ser «freiriano» sólo de palabra o discurso, que después, en la práctica educativa concreta, se contradice sin pudor alguno.
Esta es, desde mi perspectiva, la esencia del pensamiento de Freire. Si lo asumimos, asumimos también sus consecuencias: una postura sustantivamente democrática, opciones claras, rupturas, decisiones, rechazo de la «neutralidad de la ciencia», tarea educativa comprometida social e históricamente con la formación humana más profunda y holística. Y es desde este imperativo que se exige la eticidad del educador, su necesaria militancia democrática y la permanente «vigilancia» crítica y autocrítica de la coherencia entre el discurso y la práctica.
El 14 de mayo de 1987, Moacir Gadoti, un cercano colaborador de Paulo y director del «instituto paulo freire», le hizo a Paulo la misma encuesta que la hija de Carlos Marx le había hecho a su padre. Es una encuesta sobre los principales valores y creencias que dichos personajes asumen. Cuando se le pregunta a Pablo sobre «la cualidad que usted más aprecia en las personas», responde: «coherencia», aunque reconoce que: «es imposible ser totalmente coherente, pero nada impide mi lucha por intentar serlo día a día».
Es cierto. Reconociendo nuestra frágil condición humana y aceptando nuestras debilidades, es imposible pensar en ser totalmente coherentes, pues los seres humanos somos contradictorios y limitados. Pero la lucha por la coherencia es un valor fundamental que debe equilibrar la síntesis entre el discurso y la práctica. Como seres humanos, como ciudadanos, como universitarios, no podemos quedarnos solo en un discurso que no es acompañado por una práctica consecuente.
En los tiempos en que todos los paradigmas se vienen abajo; en que antiguos militantes de la liberación se convierten en funcionarios neoliberales y/o asesores del mercado; en esos tiempos de la ética del mercado, Paulo surge con «pedagogía de le esperanza». Un acto de consecuencia y valentía intelectual, no cabe duda. Por ello, la consecuencia de su vida y su obra nos marcan cuando reivindica, con mayor fuerza que nunca, la reinstalación de la esperanza y del sueño, como elementos esenciales para una humanidad con futuro.
Paulo nos llama al compromiso cuando nos dice
«No hay esperanza en la pura espera, ni tampoco se alcanza lo que se espera en la espera pura, que se vuelve espera vana. La esperanza es necesaria, pero no suficiente, ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea, necesitamos la esperanza crítica como el pez necesita el agua incontaminada».
«soñar – nos dice pablo – no es sólo un acto político necesario, sino también una connotación de la forma histórico-social de estar siendo mujeres y hombres».
Frente a esta apretada síntesis interpretativa de la inspiración freiria-na, la pregunta obligada es si su pensamiento es vigente. ¿Han desaparecido las causas que nos convocan a un renovado compromiso ético y político?
¿La educación ha avanzado – en sus propuestas y en sus aplicaciones – hacia mayores alcances cuantitativos y hacia mejores propuestas en calidad y pertinencia?
¿Han desaparecido – en síntesis – los problemas y situaciones que motivaron y provocaron a Paulo Freire y a tantos(as) otros(as) a desarrollar la propuesta de la llamada «educación popular»?
Honestamente, considero que las preguntas sólo tienen un respuesta de fondo: no. En consecuencia, Paulo Freire sigue siendo tan vigente como cuando fue proponiendo su pensamiento crítico, riguroso, renovador, comprometido y transformador.
Y eso nos lleva a poder afirmar con él que, efectivamente: «No hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza». Y retomando su fraterno mensaje plasmado de puño y letra en mi «Pedagogía de la esperanza», asumimos que ella, «aunque a veces se cansa, jamás fenece».