En los años noventa, la globalización se convirtió en la consigna de la década y en la palabra mágica para todos los posibles desarrollos, tendencias, esperanzas y temores. Algunos veían próxima una Edad de Oro; otros, más bien lo contrario. Esta expresión bastante difusa hubo de servir para todo tipo de objetivos: en el marco del debate en torno a la localización de los centros de producción fue utilizada como instrumento para cuestionar los estándares sociales y ambientales nacionales; sirvió como la «gran excusa» de las naciones para liberarse de la responsabilidad de los descalabros económicos y sociales; y en escenarios futuristas de crítica social, fue empleada para advertir ante muchos desarrollos fallidos en todo el mundo. La globalización es frecuentemente satanizada y sólo rara vez analizada.
Incluso los atentados terroristas del 11 de septiembre fueron interpretados como una perversión de la globalización porque demostraron la vulnerabilidad del mundo globalizado también frente a una violencia privatizada. La red terrorista de Al Qaeda está organizada como una empresa multinacional que supo aprovechar todos los potenciales destructivos de la globalización.
A principios de diciembre de 1999, antes de la apertura de la Rueda del Milenio de la OMC (Organización Mundial del Comercio), se desarrollaron en las calles de Seattle escenas similares a una guerra civil, las que se repitieron posteriormente al margen de las jornadas anuales del FMI y del Banco Mundial y que en la cumbre del G8, celebrada en Génova en el verano de 2001, degeneraron en una orgía de violencia. Los chivos expiatorios satanizados en pancartas eran la globalización, la OMC y el FMI.
Pronto, los medios no distinguieron entre grupos totalmente diferentes -tales como manifestantes pacíficos o pendencieros dispuestos a la violencia- llamándolos a todos por igual «enemigos de la globalización». Este movimiento transnacional, abigarrado en cuanto a origen y tendencia política, protestaba contra diversos aspectos: grupos tercermundistas de todos los continentes contra la desventaja político-económica de los países en desarrollo; grupos defensores de los derechos humanos contra el trabajo infantil y la violación de los derechos humanos sociales por parte de las empresas multinacionales que operan a nivel mundial; grupos de mujeres contra las condiciones laborales miserables en las «fábricas para el mercado mundial» en zonas procesadoras para la exportación; grupos ambientalistas contra un libre comercio que amenaza con convertir el menosprecio del aspecto ecológico en una ventaja competitiva; asociaciones de consumidores contra la difusión mundial de alimentos genéticamente manipulados; grupos de izquierda contra el «turbocapitalismo» o «capitalismo de rapiña», términos empleados también por Helmut Schmidt. Incluso el especulador en gran escala, George Soros, emplea estos términos bastante polémicos.
Lo que une a los enemigos de la globalización entre sí y con muchos contemporáneos son tanto los temores ante los riesgos -algunos ya perceptibles, otros sólo intuibles- de la globalización como la oposición a un «dictado de la economía» que, bajo la impronta ideológica del neoliberalismo, amenaza con anteponer el principio de la competencia y del lucro al bienestar social y ecológico común del mundo; también los une la crítica frente al oligopolio de los ricos y poderosos que se parapetan tras barreras policiales e intentan evadir el control democrático. Juntos exigen una globalización democráticamente controlada y guiada por los principios de la equidad y la sostenibilidad. Por ello, no merecen regaño, sino elogio - mientras no recurran a la violencia.
Este movimiento global de protesta logró que luego de Génova se iniciara un debate público más amplio sobre las oportunidades y riesgos de la globalización y que -tal como experimenté en el marco de la Comisión de Estudio- su crítica tuviera mayor acogida que antes. La ONG «Attac» incluso logró que la Tasa Tobin sobre las transacciones cambiarias -tan censurada por banqueros, economistas y políticos- volviera a la agenda política.
Importante es la siguiente premisa: la globalización ya no se puede detener. Es una megatendencia histórica y universal. No es un fenómeno natural, sino el resultado de estrategias premeditadas desde el punto de vista político, llamadas neoliberalismo, fraguadas en los centros de mando de la política y economía mundiales. Por ello, tan sólo se trata de controlar el caballo desbocado, de guiarlo dentro de cauces sociales y ecológicos, y de domarlo; en otras palabras: de dar a la globalización una estructura política.
Los apologistas de la globalización anuncian buenas nuevas: la liberalización de los mercados incentivaría el crecimiento, y más crecimiento significaría más riqueza. Cabe preguntarse: ¿dónde? y ¿para quién? En cambio, los críticos de la globalización argumentan que sólo beneficiaría a los poderosos de la economía mundial, sólo a unos pocos países en desarrollo, y allí generalmente sólo a ciertas minorías. Como ejemplo puede citarse la controversia publicada en el periódico Süddeutsche Zeitung (del 29/30.09.01): mientras que el economista Carl Christian von Weizsäcker glorifica el mercado mundial globalizado como «productor de bienestar», Susan George, enemiga de la globalización, expone: «Las ganancias aumentan, los pobres pierden». Controversias similares pudieron observarse dentro del marco de la Comisión de Estudio de la «globalización de la economía mundial».
Ambas partes respaldan sus argumentos con una gran cantidad de cifras. En el campo de la educación cívica, ambas deberán tener la oportunidad de exponer sus argumentos. La globalización tiene ganadores y perdedores, tanto a nivel de estados como al interior de las sociedades, tanto en el Norte como en el Sur. Tiene varios rostros jánicos y es un fenómeno extremadamente ambivalente. Por un lado, ofrece a los competitivos países emergentes nuevas oportunidades en el mercado mundial cada vez más desregularizado y, por el otro, amenaza con seguir marginando económica y políticamente a regiones completas. Esta ambivalencia crea problemas al momento de intentar una evaluación.
En su Informe sobre Desarrollo Humano de 1999, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) describe, aportando una gran cantidad de cifras, una «globalización sin rostro humano». Esta imagen simplista de un «apartheid global» de las oportunidades de vida se refiere principalmente a las grandes disparidades sociales que existen entre la quinta parte más rica y la quinta parte más pobre de la población mundial. Según el PNUD, la diferencia de ingresos entre estos dos grupos se ha más que duplicado durante las cuatro últimas décadas del siglo pasado. Sin embargo, ¿es esta creciente disparidad realmente atribuible a la globalización?
Sin considerar todos los factores que dificultan o incluso impiden el desarrollo - los conflictos bélicos, la corrupción, la caída en los precios de las materias primas, la alta tasa de crecimiento demográfico, el SIDA o las sequías: ya tan sólo el mecanismo estadístico abre cada vez más la brecha entre ricos y pobres. Tomemos un ejemplo de cálculo a modo de ilustración: si en los países más ricos el ingreso per cápita de aproximadamente 26.000 dólares al año aumentara sólo en un 1%, ello significaría un incremento de 260 dólares; si en los países más pobres el ingreso per cápita de 420 dólares aumentara en un 10%, ello serían sólo 42 dólares. En consecuencia, no se puede atribuir precipitadamente responsabilidades sobre la base de estas cifras. De todos modos, ellas muestran la tendencia de que los países más pobres quedan cada vez más excluidos del desarrollo logrado en otras regiones del mundo.
Al preguntarnos si el Sur está quedado marginado, debemos considerar también las tres quintas partes de la población mundial que se ubica entre estos dos extremos. La globalización tiene efectos excluyentes e integradores. No están excluidos, sino integrados en los centros de la economía mundial los países exportadores de petróleo, una materia prima de primera necesidad para los países industrializados, lo que los convirtió en atractivos mercados de exportación debido a los altos ingresos de divisas. Tampoco quedaron excluidos los países emergentes de Asia Oriental y Sudoriental al igual que de Latinoamérica, que son importantes mercados de exportación y centros de inversión, productores de bienes de consumo y alimentos de alta calidad, en parte también oferentes de servicios en línea. La India es tanto una región muy pobre como una gran productora de software. De la India provienen especialistas de TI muy cotizados en todo el mundo.
Los países en transición -llamados también mercados emergentes en la jerga bursátil- aprovecharon las oportunidades que les ofrecía el mercado mundial cada vez más liberalizado. Antes, sin embargo, debieron lograr un mayor grado de competitividad mediante una acertada política de desarrollo. Ellos se sitúan entre los ganadores de la globalización; entre los perdedores se encuentran los sectores no competitivos en este país. La globalización exige ajustes estructurales no sólo en el Sur, sino también en el Norte, y estos ajustes implican costos sociales. El principio brutal de la competencia reza: adjust or die! (¡Adáptate o muere!). Al respecto, cabe señalar que las sociedades ricas poseen un mayor potencial y radio de acción para llevar a la práctica las medidas de ajuste.
Los flujos de capital son un buen indicador de los cambios estructurales en la economía mundial. Por un lado, indican la integración de los sectores del Sur económicamente atractivos y políticamente estables en el proceso de globalización; por otro lado, señalan la exclusión de los perdedores en la competencia global por las ventajas como centros de producción. Éstos se encuentran en África, Asia del Sur y partes de Latinoamérica y del Caribe, pero también en la región de la CEI. De los aproximadamente 200 mil millones de dólares que en 1998 se destinaron al «Sur» en forma de inversiones directas, sólo 5 mil millones de dólares llegaron a los países menos desarrollados (LLDC = Least Developed Countries).
La mayor parte de las inversiones directas se destinó a un docena de mercados emergentes en el Lejano Oriente y Latinoamérica, principalmente a China, en cuyas regiones costeras está surgiendo «un superpaís en transición». Al mismo tiempo, este ejemplo muestra la peligrosidad de un desarrollo desigual entre la costa y el interior del país, que en el caso de Chila motivó una corriente de millones de emigrantes y originó lo que los teóricos de la dependencia llamaron «heterogeneidad estructural». Esto sucede cada vez que surgen las ciudades globales como polos de desarrollo más vinculados al extranjero que al propio país. A menudo, el empuje modernizador se limita a pequeños enclaves.
Según los pronósticos de la OMC y de la OCDE, casi todos los grupos de países se beneficiarán de la liberalización del comercio internacional - salvo los países productores de materias primas del África subsahariana que generalmente sólo pueden exportar estas materias con un bajo grado de elaboración y con el consiguiente bajo valor agregado. En tanto que las regiones de crecimiento del Lejano Oriente deben sus buenos niveles de exportación y desarrollo principalmente a la exportación de bienes industriales competitivos, los países exportadores de materias primas quedan cada vez más excluidos de la dinámica económica mundial. No obstante, esta exclusión no es una consecuencia de la globalización; no es el resultado de una participación excesiva, sino más bien de una participación insuficiente en la globalización y de la incapacidad de subsistir en la competencia internacional.
Muchos países en vías de desarrollo están hoy más marginados de la economía mundial que en el período de la descolonización. Lo que ofrecen -materias primas y mano de obra barata- tiene cada vez menos demanda o bien existe una oferta excesiva. El pequeño Singapur exporta -en términos de valor- más que la inmensa Rusia. Ello se debe a que en la competencia internacional ya no cuentan las toneladas, sino los kilobytes. Las materias primas, cuyos precios están sujetos a grandes fluctuaciones y tienden a bajar, no tienen futuro como recurso de desarrollo. Vale decir, aquí no influyen los oscuros poderes de la globalización, sino el riguroso mecanismo de la oferta y la demanda. En estos casos, la política de desarrollo debería ayudar a aumentar la competitividad internacional.
África se encontraba marginada de la economía mundial y dependía de la ayuda externa ya antes de que siquiera se hablase de la globalización. La gran mayoría de los Estados africanos tampoco pudieron aprovechar las preferencias político-comerciales que les había otorgado la Unión Europea en el marco de los Convenios de Lomé. El resultado es que África está quedando cada vez más excluida de la dinámica económica mundial y sigue dependiendo de la ayuda externa para subsistir. Dicho sea de paso: que las hipotecas económicas de la época colonial no son barreras infranqueables para el desarrollo lo ha demostrado la Isla Mauricio, que de un agonizante monocultivo de azúcar pasó a ser un dinámico país en transición. Mauricio supo aprovechar muy acertadamente las oportunidades que ofrece la globalización. No fue la ayuda externa, sino el hecho de abordar enérgicamente los problemas estructurales lo que hizo posible este logro.
El desarrollo no sólo se relaciona con flujos de bienes y de capital sino también con muchos otros factores vinculados a las sociedades mismas y, sobre todo, con el acceso al conocimiento. Sin embargo, en el área de la comunicación también existe una gran diferencia entre el Norte y el Sur así como entre ricos a pobres. En el Informe sobre Desarrollo Humano de 1999 se estimó que la quinta parte más pobre de la humanidad sólo dispone del 0,2% de los servidores de Internet existentes a nivel mundial y del 1,5% de las conexiones telefónicas. Debido a los altos precios y a las elevadas tarifas, hasta ahora sólo algunas minorías privilegiadas podían aprovechar las oportunidades que ofrece la globalización comunicativa. Por otro lado, la telefonía móvil ha llegado incluso hasta los pueblos más lejanos ofreciéndoles la posibilidad de comunicarse con el mundo externo.
El limitado grado de acceso de los países más pobres y de la gran mayoría de sus ciudadanos a las modernas tecnologías de la comunicación reduce las posibilidades de desarrollo y agudiza la marginación. Aquí queda claro lo que se quiere decir al hablar de la simultaneidad de globalización y fragmentación: si bien el mundo está cada vez más interconectado gracias a la telecomunicación global, al mismo tiempo se profundizan los abismos en la «aldea global» (término idealista y romántico con que algunos describen la realidad social universal). Aquí también nos topamos con una nueva e importante tarea de la política de desarrollo: promover la difusión de las nuevas tecnologías de la comunicación más allá de las ciudades globales. Al respecto, ya existen enfoques que no sólo han sido abordados por el Banco Mundial sino también en la última cumbre del G7.
La respuesta de Ralf Dahrendorf a las declaraciones del Informe Brandt sobre «los intereses de supervivencia comunes» del Norte y del Sur fue ya en su tiempo (en 1980) muy precisa y concisa: en términos económicos, el Norte podría prescindir de grandes sectores del Sur. Queda por preguntarse si el Norte puede aceptar -desde el punto de vista político- y quiere aceptar -desde el punto de vista moral- que las regiones pobres y rezagadas, que también son focos de crisis, queden a merced del mero cálculo de utilidad económica, vale decir, si el raciocinio político, que también se proyecta a largo plazo, podrá vencer el raciocinio económico de corto plazo.
Después del 11 de septiembre de 2001, estas preguntas se tornaron muy actuales. Los «guerreros santos» del Djiad no sólo le declararon la guerra a la hegemonía política y económica de Occidente y a la propia descalificación política, sino también a la polarización social en la sociedad mundial. La marginación social y las humillaciones políticas son el caldo de cultivo para el radicalismo de cualquier tipo.
Por consiguiente, cabe preguntarse si la globalización origina o agudiza la pobreza en el Sur y, en caso afirmativo, de qué modo lo hace. A menudo es descrita -como lo hace el sociólogo Ulrich Beck, quien ha presentado una serie de publicaciones sobre la globalización- como un «darwinismo social global» que aumentaría la riqueza de unos pocos y la pobreza de muchos. Fred Scholz, experto en geografía económica y social, ha acuñado el concepto «Nuevo Sur», con el cual se refiere al «resto del mundo» marginado de la globalización, vale decir, a «la masa de la población mundial» y lo ubica como categoría social en todos los «mundos». Él describió la siguiente escena de horror:
¿Cómo ha repercutido la globalización en la situación de las mujeres? Para feministas como Christa Wichterich (1998), la «mujer globalizada» sólo es una víctima, sobre todo en el mercado laboral globalizado. En cambio, para el Banco Mundial, las mujeres incluso son las ganadoras de la globalización, dado que en las últimas dos décadas su parte de los ingresos totales ha aumentado notoriamente. Sin embargo, esta creciente participación en los ingresos no dice nada acerca de las condiciones laborales. Existen buenas razones para que la Organización Internacional del Trabajo ya no exija «trabajo para todos», sino «trabajo digno para todos».
En primer lugar, surgieron nuevos empleos para mujeres en las aproximadamente 600 zonas procesadoras para la exportación o zonas francas de muchos países en desarrollo con salarios bajos y condiciones laborales miserables. Según los datos de la Organización Internacional del Trabajo, las mujeres -generalmente mujeres jóvenes- tienen cerca del 70% del total de los empleos de estas zonas, y casi el 90% de los empleos en las fábricas textiles de trabajo intensivo, donde se elaboran textiles baratos de todo tipo, destinados a Occidente. Aunque las sindicalistas nativas se quejan de la explotación de que son objeto, se resignan a ella a regañadientes por falta de alternativas y luchan sólo por pequeñas mejoras (por ejemplo, por jornadas laborales más cortas, la recontratación después de licencias médicas o embarazos y la libertad de organización sindical).
En segundo lugar, la globalización fomenta la migración de mujeres, la trata internacional de blancas en que se venden cientos de miles de mujeres provenientes de las regiones pobres de todos los continentes para ejercer la prostitución. Según estimaciones preliminares de la Oficina Federal de Investigación Criminal, anualmente se venden a nivel mundial cerca de 200.000 mujeres y niñas para servir como esposas, mano de obra barata y prostitutas. Según estimaciones de Terre des Femmes, esta cifra incluso alcanza el millón.
En tercer lugar, son las mujeres las que llevan el peso de asegurar la subsistencia de toda la familia cuando los hombres cesantes o sin trabajo fijo no pueden (o no quieren) alimentar a sus familias. Fueron y son las víctimas del reajuste estructural cuando éste exigía y exige la eliminación de prestaciones sociales elementales. La «feminización» de la pobreza no puede atribuirse sólo a la globalización, pero ésta tiene un efecto agudizador allí donde las mujeres constituyen el ejército de reserva para trabajos mal remunerados y donde su explotación se traduce en una ventaja en el contexto de la competencia global.
Pero también las feministas ven en el movimiento internacional de mujeres una poderosa fuerza de combate para una «globalización desde abajo». La «mujer globalizada» no sólo es objeto sino también sujeto en el engranaje de la globalización. Así por ejemplo, la socióloga Shalini Randeria, nacional de la India pero docente en Berlín, expresó en 1998: «El movimiento internacional de mujeres es precisamente una de las fuerzas políticas que participan en la configuración del proyecto de una globalización antihegemónica».
Desde la publicación de la obra clásica de Adam Smith (1723-90) «La riqueza de las naciones», uno de los credos de los políticos y teóricos de la economía libre es que un comercio exterior en gran medida desprovisto de intervenciones estatales y de medidas proteccionistas beneficiaría a todos los que se dedican al comercio. Si el libre comercio promete riqueza para todos, ¿entonces por qué se produjeron en Seattle y Génova protestas tan fervorosas en contra de que se continuara liberalizando el comercio mundial? Allí se reunieron grupos ambientalistas de todo el mundo para adherirse a las acciones de protesta, porque le imputan al comercio desenfrenado la agudización de los problemas ambientales globales y locales. La crítica ecológica frente a la globalización impulsada por el libre comercio se concentra en las siguientes tendencias ya reconocibles:
Primero: El crecimiento económico y el aumento de la riqueza va de la mano de un aprovechamiento de cada vez más terreno, de un mayor consumo de energía y de materia prima, y de mayores emisiones de gases con efecto invernadero. Si el crecimiento es el objetivo declarado de la liberalización del comercio y si, al mismo tiempo, la competencia por los centros de producción impide a los Estados restringir el consumo de recursos, debemos decir que la globalización contribuye a la agudización de la crisis ambiental global, la que afectará más al Sur que al Norte. Por ello, el jefe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), Klaus Töpfer, habla de una «agresión ecológica del Norte contra el Sur».
Segundo: La expansión del comercio mundial como resultado de la eliminación de barreras comerciales conlleva un aumento de los servicios de transporte terrestre, marítimo, fluvial y aéreo. Si bien la revolución que se produjo en el área del transporte redujo los costos y los tiempos de transporte, aumentó la contaminación ambiental debido a las mayores emisiones de CO2, que son una de las causas principales del efecto invernadero. La internacionalización de la producción como consecuencia de la distribución de las etapas de procesamiento en centros de producción repartidos por todo el mundo aumenta la demanda de transporte. Muchos productos ya han recorrido trayectos largos y ramificados antes de llegar al consumidor. La creciente movilidad de personas y mercaderías a través de muchas fronteras es una característica de la globalización, y un grave problema ecológico.
Tercero: La agudización de la competencia internacional podría inducir al «dumping ecológico» si los menores gastos en protección ambiental se convierten en una ventaja de costos y aumentan el atractivo de los centros de producción. En la competencia por inversiones extranjeras, muchos países en vías de desarrollo están dispuestos a ofrecerse como centros para «industrias sucias». Ello permite a empresas nacionales y extranjeras producir a bajos costos ambientales y exportar a precios favorables. Aquí se observa una distorsión de la competencia que convierte el «dumping ecológico» en una ventaja competitiva y castiga a aquel que invierte en la protección ambiental. Lo anterior es válido principalmente para sectores de alta contaminación ambiental (como la industria del hierro y del acero, la industria procesadora de metales, la industria química y del papel). Los tigres asiáticos deben su competitividad en gran parte a la desconsideración del aspecto ambiental, lo que los convirtió en el antiejemplo de un «desarrollo sostenible». El libre comercio y la protección del medio ambiente dejarían de ser aspectos contradictorios sólo si, a nivel mundial, los costos externos de la contaminación ambiental se incluyeran en el cálculo de los precios, vale decir, si se «internalizaran».
Cuarto: Aunque la liberalización del comercio agrícola internacional promete a los países con cierta o gran capacidad de exportación mayores utilidades comerciales, los induce a la vez a expandir los monocultivos ecológicamente fatales, a explotar en forma excesiva las bases naturales de subsistencia y a desatender la producción de productos alimenticios para la propia población. Como ejemplo pueden citarse los devastadores incendios forestales en Borneo, que en 1998 produjeron un tercio del total de las emisiones de CO2 a nivel mundial y que también pueden deberse a los planes del consorcio Nestlé de destinar las superficies quemadas a plantaciones de palmas aceiteras. El convenio agrario que contemplan las normas de la OMC, que entre otras cosas prevé la apertura de los mercados agrícolas de los países en desarrollo, amenaza la subsistencia de muchos millones de pequeños agricultores que hasta ahora habían proveído a los mercados locales de alimentos básicos.
No obstante, cabe preguntarse si todos estos atentados contra el medio ambiente son imputables al libre comercio y a la globalización, o más bien a la acción irresponsable de Estados, empresas y consumidores. El comercio a través de grandes distancias sólo crece cuando aumenta la demanda. Responsables son también los consumidores ignorantes de los países de la OCDE, que en invierno compran flores cortadas y uvas y frutillas provenientes del Sur.
Hasta ahora, el proteccionismo comercial ha perjudicado principalmente a los países en desarrollo y no ha beneficiado al medio ambiente. Es por ello que los países en desarrollo y los grupos ambientalistas en el Sur ven el debate en torno a la internacionalización de los estándares ambientales con mucho recelo. De un nuevo ordenamiento del comercio mundial esperan que no vaya aparejado de exigencias sociales ni ecológicas, sino de la creación de condiciones comerciales justas, de la eliminación del proteccionismo (en particular, del proteccionismo agrario de la Unión Europea), de una mayor participación en las utilidades comerciales que perciben los beneficiarios de la OMC, y también de una mayor influencia en la OMC, a la que consideran -al igual que al FMI y al Banco Mundial- un instrumento de los intereses occidentales.
Los grupos defensores de los derechos humanos temen que la globalización podría minar todos los logros alcanzados en cuanto a la configuración normativa de los catálogos de derechos humanos: de los derechos humanos sociales, por un empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo; de los derechos de la mujer, por una explotación aún mayor en las «fábricas para el mercado mundial» y por una expansión intercontinental de la trata de blancas; de los derechos del niño, por el aumento del trabajo infantil y de la prostitución infantil. Según el Informe Anual de 2001 de Amnestía Internacional, la creciente presión económica que la globalización ejerce sobre todas las sociedades representa una amenaza sistémica para los derechos humanos. ¿Son fundados estos temores?
La apertura de los mercados para el capital, los bienes y los servicios, y la competencia por las ventajas de producción han debilitado la capacidad de los Estados para imponer estándares sociales mínimos y han aumentado el poder negociador de las empresas multinacionales. Su organización transnacional también reduce la capacidad de gestión de los sindicatos nacionales.
Los derechos humanos sociales deberán humanizar la globalización, pero su poder regulador es reducido, en tanto que el poder del capital que impulsa la globalización es grande. El reproche que aún suelen hacer amplios sectores del «escenario tercermundista» en forma general a todas las multinacionales, seguramente no siempre es acertado. Muchas multinacionales sí muestran una conducta responsable: no todas proceden en forma desconsiderada e inescrupulosa como lo ha hecho la Shell en Nigeria, por nombrar un ejemplo. Sin embargo, tampoco se puede aceptar en forma incuestionada lo que Hans-Olaf Henkel, quien fuera durante años presidente de la Asociación Federal de Industrias Alemanas (Bundesverband der Deutschen Industrie - BDI), subrayaba una y otra vez: «La democracia, la economía de mercado y los derechos humanos están unidos como los lados iguales de un triángulo». La experiencia nos ha demostrado que esta igualdad no siempre se da en el «Nuevo Sur».
Sin embargo, también se ha podido comprobar que la globalización estimula la democratización, el buen gobierno y la descentralización:
La distribución de los riesgos y de las oportunidades de la globalización debería servir de advertencia tanto ante una condenación indiferenciada como ante una idealización ingenua de ella. No es un desarrollo diabólico ni un proceso sagrado, ni en el Norte ni el Sur. Tampoco sirve de mucho lamentarse de la «impotencia de la política». Tal derrotismo incluso podría servirle de excusa a la política para dejar de hacer lo que se ha reconocido como necesario.
La economía globalizada necesita un marco regulador social y ecológico, y sólo una política globalizada puede proporcionárselo. Deberán establecerse estándares sociales y ecológicos universalmente válidos que también sirvan para impedir que el «capitalismo de rapiña» optimice sus ganancias a costa de los individuos y de la naturaleza. La economía debe configurar la globalización de acuerdo con la escala normativa de un bienestar mundial común que impida que se materialice la escena horrorosa esbozada por los dos autores de la Globalisierungsfalle (La trampa de la globalización). Por ello es que entretanto ya son muchos los que reflexionan sobre un gobierno global.
En el Informe sobre Desarrollo Humano 1999 se describe primero una «globalización sin rostro humano». Los augures de catástrofes anuncian, tomando el milenio como escenario, el peligro inminente de una «lucha global de todos contra todos». Luego, en el mismo informe se ofrece la visión de una «globalización con rostro humano», cuyas características serían:
El mensaje del PNUD es claro: «Se requiere un mayor liderazgo político para asegurar que los beneficios de la globalización sirvan al bienestar de la humanidad y no se utilicen sólo para fines de lucro». Por ello, la máxima debe ser: no lamentarse, sino configurar políticamente lo que no se puede detener. La política de desarrollo debe transformarse en una «política estructural global» y debe ayudar a los «cojos de la economía mundial» a aprovechar las oportunidades que les ofrece la globalización. Se requiere la solidaridad de los fuertes con los débiles, aquí y allá, entre aquí y allá.
El modelo de orientación es una economía social de mercado que no sólo se riga por la «mano invisible» del mercado. Adam Smith, el profeta del liberalismo, ya había reconocido que también el mercado debía ser encauzado en un marco regulador para que pudiera desplegar sus energías constructivas. Lo que es válido a nivel nacional, deberá ser llevado hoy como principio regulador al nivel de la economía y la política globales. El gobiermo global es precisamente eso.